A raíz de la declaración del Secretario de Hacienda de que una familia con un ingreso mensual de $6,000, equivalente a tres salarios mínimos, se podía tener acceso a un crédito hipotecario, mantener un automóvil y además pagar la colegiatura de sus hijos en una escuela privada, se desató una discusión sobre la pobreza y la desigualdad que observamos en México. Por lo que surge la siguiente pregunta: ¿qué es peor; la pobreza o la desigualdad?
Supongamos un escenario en donde el valor del índice de GIni, mismo que mide el grado de desigualdad en la distribución del ingreso y que toma un valor de 0 cuando hay absoluta equidad y 1 cuando hay absoluta inequidad (todo el ingreso nacional se lo apropiaría una persona), fuese de 0.5, valor que indicaría una desigualdad medianamente aguda, como es el caso de México. En este escenario, supongamos que el ingreso de todas las familias aumentase en el mismo porcentaje, tal que todas pudiesen cubrir todas sus necesidades básicas de alimentación, educación, salud, transporte, entretenimiento, etcétera. Todos serían más ricos (o menos pobres) y el valor del índice de Gini no habría cambiado. Todos mejor en lo absoluto y todo queda relativamente igual. Una mejoría generalizada en el bienestar de todas las familias.
Supongamos ahora otro escenario en donde el gobierno adopta una política redistributiva del ingreso, por ejemplo una tasa marginal creciente del impuesto sobre la renta para quitare recursos a los “ricos” para transferírselos a los pobres, política recomendada por Marx y Engels en El Manifiesto del Partido Comunista como una medida para destruir el capitalismo y encaminarse al comunismo. El resultado de tal política es matar el incentivo a la acumulación de riqueza en la economía tal que el resultado pudiese ser mayor equidad (no garantizada) sin haber resuelto, sino por el contrario agravado, el problema de la pobreza. Como bien dijo Churchill, “el socialismo es el sistema más eficiente para distribuir equitativamente la miseria”.
Obviamente quisiéramos tener una economía en donde no hubiese pobreza y simultáneamente la distribución del ingreso fuese menos inequitativa, sobretodo porque en cuanto a esto último, una aguda inequidad, inhibe el crecimiento económico. Y entonces la pregunta: ¿a qué objetivo debe enfocarse la política pública; abatir la pobreza o reducir a desigualdad?
La respuesta obvia es combatir la pobreza, generando el escenario institucional para alcanzar una mayor tasa de crecimiento económico por habitante y aquí entra, además, el gran quid del asunto, generar simultáneamente las condiciones para que en el margen ese mayor crecimiento se vaya traduciendo paulatinamente en una mayor equidad. Y aquí es donde destaca el principal elemento para alcanzar ambos objetivos: la igualdad de oportunidades de acceso a todos y cada uno de los mercados, de bienes y de factores de la producción. Es indispensable garantizar la existencia de mercados que operen en un contexto de competencia, como principio básico de la acción gubernamental en la protección y garantía de los derechos privados de propiedad y enalteciendo la libertad individual para elegir. La evidencia internacional es clara: entre mayor sea la incidencia de competencia en los mercados, mayor la libertad de elección, menor pobreza y mayor equidad.
Seguir preocupados por la desigualdad, con una visión justiciera, desatendiendo el problema de la falta de alto crecimiento solo garantiza que no resolvemos ni el problema de la pobreza ni el de la inequidad.
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